domingo, 4 de diciembre de 2011

Carnicería esquizofrénica.


Escuchas voces y ves  parajes que no existen.

Hoy un autor me susurro que era cuestión de caretas,  de mentiras jugando a ser vendas, que mitigan la soledad, la nada y toda esta pesada existencia  (al menos lo  intenta). 
En mi boca de bailarina muerta, habitan  anhelos desahuciados, deshojados por la navaja del cruel carnicero, quien tomó mi tráquea, mis músculos y nervios para  habitarlos con niebla. Yo soy aquella hoja  que el río no se lleva, la portadora de soledades en sus vertebras, tanto luto para una sola médula, tanto negro proliferado en las células. Mitocondrias  que el insiste en intervenir, citoplasmas contaminados con el silencio de sus manos,  ácido ribonucleico que sintetiza el verbo de sus labios. Son los  ecos que mi torrente sanguíneo lleva enclaustrados.
Pasajero de andenes vacíos, de fantasmagóricos órganos, tú puedes ser  la base nitrogenada: timina, citosina, guanina y yo el conector de fosfato que une los mundos. Pero la carnicería habría de gustarle más a  aquél de impenetrable mirada. Él no era de atardeceres ni de caminatas, él buscaba las vísceras, las entrañas. Él apetecía que la sangre corriera desbocada, que el tubo digestivo saliera por mi garganta. Aquél se encargaría de  infectar mis cartílagos y mi ingle, empuñando su cicuta por toda la  hipodermis.
Presa fácil fue la danzarina de la nada, bebió el anzuelo y fue a parar a sus sabanas, en ese momento justo, cuando se enfrentaban las miradas, él descuartizo su hígado  y   dejó el esófago para devorarlo por la mañana. Ahora, cuentan que aún se ven estos dos fantasmas, la niña y el carnicero deben mantener un protocolo en la sala, ella debe jugar  a que su carne no ha sido talada,  él pretende ser  aquél que jamás insinuó nada.
Cuando al fin del crimen, todos sabemos que la hernia fue de ambas brigadas. Pobres,  habitaban en el bosque de lo incierto, alojados eternamente  en el mal sabor del  pretérito.