Escuchas voces y ves parajes que no existen.
Hoy un autor me susurro que era cuestión de caretas, de mentiras jugando a ser vendas, que mitigan la soledad, la nada y toda esta pesada existencia (al menos lo intenta).
En mi boca de bailarina muerta, habitan anhelos desahuciados, deshojados por la navaja del cruel carnicero, quien tomó mi tráquea, mis músculos y nervios para habitarlos con niebla. Yo soy aquella hoja que el río no se lleva, la portadora de soledades en sus vertebras, tanto luto para una sola médula, tanto negro proliferado en las células. Mitocondrias que el insiste en intervenir, citoplasmas contaminados con el silencio de sus manos, ácido ribonucleico que sintetiza el verbo de sus labios. Son los ecos que mi torrente sanguíneo lleva enclaustrados.
Pasajero de andenes vacíos, de fantasmagóricos órganos, tú puedes ser la base nitrogenada: timina, citosina, guanina y yo el conector de fosfato que une los mundos. Pero la carnicería habría de gustarle más a aquél de impenetrable mirada. Él no era de atardeceres ni de caminatas, él buscaba las vísceras, las entrañas. Él apetecía que la sangre corriera desbocada, que el tubo digestivo saliera por mi garganta. Aquél se encargaría de infectar mis cartílagos y mi ingle, empuñando su cicuta por toda la hipodermis.
Presa fácil fue la danzarina de la nada, bebió el anzuelo y fue a parar a sus sabanas, en ese momento justo, cuando se enfrentaban las miradas, él descuartizo su hígado y dejó el esófago para devorarlo por la mañana. Ahora, cuentan que aún se ven estos dos fantasmas, la niña y el carnicero deben mantener un protocolo en la sala, ella debe jugar a que su carne no ha sido talada, él pretende ser aquél que jamás insinuó nada.
Cuando al fin del crimen, todos sabemos que la hernia fue de ambas brigadas. Pobres, habitaban en el bosque de lo incierto, alojados eternamente en el mal sabor del pretérito.